©Marco Glaviano |
Es lo que tiene el calentamiento global...
Recull de les activitats de l'antic bloc de Noxeus entre el 10 de juny de 2021 i el 20 d'agost de 2024.
Tensar solo es posible cuando los materiales son maleables, flexibles, blandos...
Hoy, ya puestos a hablar de cuestiones políticas (es una excepción en la línea general del blog), me apetece opinar o quizás debería decir vaticinar; no estoy seguro.
*No deberíamos dejarnos engañar por aquello de que la proximidad y la lengua les ofrezca una aparente cara más amable.
Okanuh y yo. Conversaciones interiores, o sea, en silencio.
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O.- ¿Qué tal viejo? ¿Cómo estás?
Hoy tenemos las playas del Levante español, repletas de gente tomándose su baño.
Fantástico, si no fuera porque estamos a 25 de enero.
Se han alcanzado temperaturas que están de todo fuera de lugar. Desde que hay registros en España, nunca ha habido un mes de enero con las temperaturas que venimos registrando. Repito: nunca.
Aquí en el blog, hace un año y medio aún hablaba de cambio climático. Ahora el rigor obliga a no hablar de cambio sino de crisis. Entonces me tacharon -no diré quién- de alarmista y exagerado y con cierta sorna se me dijo que "siempre pasa lo mismo y al final acaba lloviendo" Se citó a la Moreneta y creo que me comporté adecuada y educadamente soportando la burla.
Pues bien; desde ese episodio (y ya, antes) no ha llovido ni un solo día, en Cataluña, de la forma que podríamos entender como "normal" para la época del año correspondiente. Cantidades mínimas que los pantanos apenas han notado.
Playa de la Malvarrosa, Valencia 27º hoy |
En el menú superior, a la derecha, hay unos enlaces para el que quiera curiosear un poco (monitor de sequía y meteo).
Imagen: El País.
Ashlee Gillespie Se llama Ashlee Gillespie, pero no hay que confundirla con la actriz del mismo nombre. |
Image Credit & Copyright: Enzo Massa Micon |
Lo que pensaba Cicerón es lo que piensan ahora muchos. “Corren malos tiempos, los hijos han dejado de obedecer a sus padres y todo el mundo escribe libros”, dejó dicho, como contexto nada original, en una de sus arengas más épicas.
Es una de las ideas recurrentes en la historia: que cada generación desatiende o degrada muchos de los valores que la generación anterior considera todavía fundamentales. Que se repita en cada época, lejos de reforzarla, la hace más sospechosa: parece decir más de quien lo dice que del momento en que lo dice.
La educación reglada descuida la habilidad de la escritura en el aula: sigue sin tener un espacio propio en los currículos académicos, a pesar de los libros o manuales fundamentales que se han publicado los últimos años, como el de Delmiro Coto en 2007, el de Frugoni en 2006 (reeditado en 2017), los más recientes de Daniel Cassany, o los ya clásicos, como Teoría y práctica de un taller de escritura del grupo Grafein, Ejercicios de estilo de Queneau y Gramática de la fantasía de Rodari.
Son muchas las resistencias que hay que vencer todavía (el tamaño de los grupos, la metodología y el tiempo que requiere escribir, su evaluación tan compleja, etc.). Pero la cuestión de fondo es otra: su incomprensión como una destreza más y, con ello, su falta de reconocimiento como materia de aprendizaje.
No puede confundirse la escritura, que es una actividad, o un hábito en el mejor de los casos, con la publicación de un libro. Ni escribir implica, necesariamente, ser un escritor profesional. Tampoco son escribir y leer tareas opuestas, en donde una le roba el tiempo a la otra. Forman más bien un círculo virtuoso que hace mejor lector a quien escribe y mejor escritor a quien lee. Porque, como dice Álvaro Enrigue, un escritor es ante todo un lector sinvergüenza.
Es un lugar común que los jóvenes escriben muy mal, cada vez peor, y que no leen. Es más que improbable, pero muchos están convencidos de que antes, en cualquier otra época, se leía mucho y se escribía mejor.
Es también un lugar común que no se puede enseñar a escribir. En el imaginario colectivo se ha asentado la idea, injustificada, infundada, de que se puede enseñar a pintar, a componer música, a hacer matemáticas o a hacer filosofía, pero a escribir no. A escribir solo se aprende leyendo y escribiendo mucho, dicen todavía quienes intentan alejar la escritura de toda didáctica, como si fuera la única disciplina en la que la práctica es lo más importante.
Pero es fácil abrirle grietas a estas convicciones. Todo apunta a que se lee y se escribe ahora más que nunca. En parte gracias precisamente a los teléfonos móviles, que han incentivado una escritura cotidiana y constante en sus usuarios. Pero en parte también a que cada vez más profesores están introduciendo en sus aulas la práctica de la escritura, con la metodología que usan los talleres literarios, que es la de remangarse y trabajar con los textos igual que se trabaja en un laboratorio, experimentando con el lenguaje y sus formas, leyéndolo exhaustivamente, escribiéndolo y reescribiéndolo muchas veces hasta llegar, como decía Juan Ramón Jiménez, al nombre exacto de la cosa.
Enseñar a escribir es otra cosa que compartir un recetario: es acompañar a quien escribe, ayudarlo a vislumbrar su propio proyecto, mostrarle los recursos que tiene a su alcance, orientarlo con sus lecturas y motivarlo para que siga escribiendo, hasta convertirlo en un hábito.
Enseñar a escribir a los alumnos, en cualquiera de las etapas educativas, es una vía privilegiada para trabajar con ellos su creatividad, sus capacidades expresiva y comprensiva, su sentido crítico; y para proporcionales un acceso más vivo y penetrante al lenguaje, hacer de la lectura una experiencia vivida más intensamente y capacitarlos de verdad para el diálogo.
Porque escribir bien no es solo escribir correctamente, hacer comprensible lo que se quiere contar, ser ordenado y claro. Más allá de esos mínimos, escribir bien es mostrar un estilo propio, una manera propia de ver la realidad y darle una estructura fiable con el lenguaje.
Clarice Lispector dijo que escribía porque era incapaz de entender nada si no era a través del proceso de escribir. Escribir mejor es también pensar mejor, tener una percepción más audaz de la realidad, dotarse de un modo más ambicioso de estar en el mundo y de conocerse uno mismo.
¿Quién y cómo puede enseñarnos a hacerlo? Cuando en los años 40 al novelista Vladimir Nabokov le ofrecieron dar clases en Harvard, el lingüista Roman Jakobson, receloso, preguntó: ¿Qué será lo próximo? ¿Traeremos elefantes a enseñar zoología?.
Hoy no es necesario elegir entre escritores o lingüistas: a los testimonios y reflexiones de muchos autores sobre su propia práctica, valiosísimos, podemos sumarles la investigación académica reciente que aporta un método científico para la enseñanza de la escritura.
Enrique Ferrari, Vicedecano de investigación de la Facultad Ciencias Sociales y Humanidades, UNIR - Universidad Internacional de La Rioja
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
Inauguramos hoy una nueva serie ("#memorias")
que quiere traernos el recuerdo, siempre partiendo de una fotografía,
de momentos, personajes, etc. del pasado siglo.
Ingrid Bergman fotografiada por André De Dienes en 1944. |
Lo paradójico de la ciencia es que busca la certeza navegando entre errores y rectificaciones. No es infalible pero consigue avanzar.
Los infalibles, son los Papas; ellos no buscan la certeza; dicen que ya la tienen.
Este servidor de la república, enemigo de todo emperador, rey, reina, princesa o cualquier otra mierda excrementada por la realeza, siempre habla en español castellano, excepto cuando es interpelado en catalán u otro idioma humano. Entonces lo hago en catalán, lo intento con el gallego, el inglés y el francés e incluso en japonés si estoy soñando. ¿Queda claro? Gracias!
Ah...!, se me olvidaba:
Darle a Nox, lo que es de Nox y a Dios Okanuh lo que es de Okanuh.
Lo menciono porque me consta que el susodicho (dios,no; el otro) no tiene criterio en esto y habla y escribe, además de fatal, lo que sale de los pendientes.
Visca Cata-la-uña !!
Mi amigo "Sisku", vendedor ambulante. |
Impresión artística de SLIM sobre la Luna – JAXA |
El planeta rojo no cesa de sorprendernos. Mucho más similar a la Tierra en un pasado remoto, sufrió cambios que lo transformaron en el árido desierto helado actual. Sin embargo, según sugiere su observación reciente mediante rovers y orbitadores, Marte no perdió toda su agua como pensábamos hace pocas décadas. El orbitador Mars Express proporciona ahora nueva evidencia de la presencia masiva de agua en el subsuelo marciano en pleno ecuador.
La sonda Mars Express de la Agencia Europea del Espacio contiene una pléyade de diferentes instrumentos de alta tecnología capaces de escudriñar la superficie y el subsuelo marciano. Un radar, MARSIS, recoge información del subsuelo que permite interpretar su estructura interna y composición.
Hace unos años, MARSIS descubrió la presencia de grandes masas de agua en el subsuelo del casquete polar sur marciano. Aquel descubrimiento nos dejó atónitos porque todo apuntaba a que el agua estaría en forma líquida formando lagos subterráneos.
En esa búsqueda del agua marciana ahora los investigadores han ido más allá estudiando una intrigante región del ecuador marciano llamada Medusae Fossae. Esa región consiste en varias mesetas esculpidas por el viento que se extienden cientos de kilómetros de ancho y varios kilómetros de altura. La imponente estructura se localiza entre las llamadas tierras altas y bajas de Marte, cercana al mayor volcán del sistema solar, el Monte Olimpo. El conjunto es, de hecho, una de las mayores fuentes de polvo fino del planeta rojo. Lo fascinante es que el interior de ese apilamiento contiene una sorpresa inesperada.
La sonda Mars Express lleva casi veinte años analizando la formación Medusae Fossae. Poco después de empezar a operar reveló la presencia de gruesos depósitos de hasta 2,5 km de profundidad, pero entonces no quedó claro su contenido. Ahora, los investigadores de MARSIS han ofrecido información más detallada al reinterpretar la formación en base a lo observado en otras regiones como el casquete polar sur.
El hallazgo, publicado en Geophysical Research Letters y anunciado por la ESA, apunta a la presencia, en el subsuelo, de capas de hielo de agua que se extienden varios kilómetros bajo la superficie.
Se trata, en conjunto, de la mayor cantidad de agua encontrada en esa parte del planeta. Para hacernos una idea, si se derritiese, ese hielo encerrado en esa fosa cubriría todo el planeta con una capa de agua de entre 1,5 y 2,7 metros de profundidad. En la Tierra sería equivalente a la necesaria para llenar el Mar Rojo.
En las últimas dos décadas hemos ido acumulando pistas acerca de la presencia de agua en el planeta rojo. Mars Express ya reveló la presencia de lagos subterráneos cercanos al casquete polar sur de Marte.
Hace más de una década, el orbitador Mars Global Surveyor de NASA descubrió flujos oscuros surgiendo de las laderas de ciertos cráteres. Bautizadas como líneas de ladera recurrentes (RSL), se han explicado por la sublimación de sales hidratadas que formarían una especie de permafrost en ciertas regiones del subsuelo. Los impactos excavan cráteres y pueden exponer la capas heladas internas a la acción de la luz solar.
En esas salmueras hidratadas parecen abundar clorato y perclorato de magnesio y sodio. Estas sales, en las debidas proporciones, podrían bajar el punto de congelación del agua hasta los -193 ºC . Por lo tanto, confieren a esas salmueras hidratadas la posibilidad de fluir a las bajísimas temperaturas del Marte actual.
Así, podría haber agua fluyendo en algunas regiones del subsuelo de Marte, apoyando la existencia de un ciclo hidrológico subterráneo. Ese hábitat podría poseer un potencial para hallar bacterias extremófilas.
Si en el pasado las condiciones de habitabilidad fueron mucho mejores, aún cabe la posibilidad de que existan microorganismos que se hayan mudado progresivamente hacia esos últimos nichos habitables.
Aún estamos lejos de descubrir esos detalles. Deberán ser futuras misiones tripuladas al planeta rojo las encargadas de comprender mejor lo que quizá, todavía, alberga su subsuelo.
Josep M. Trigo Rodríguez, Investigador Principal del Grupo de Meteoritos, Cuerpos Menores y Ciencias Planetarias, Instituto de Ciencias del Espacio (ICE - CSIC)
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
foto:Wikipedia |
Los primeros intentos por cartografiar la desertificación se remontan a los años setenta del siglo pasado. El primer mapa global se realizó en 1977 con motivo de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Desertificación y se denominó Mapa Mundial de la Desertificación.
Desde entonces, se han sucedido los esfuerzos por elaborar atlas y mapas que representen este grave problema tanto a nivel global como nacional. Pero ¿podemos realmente cartografiarlo?
Que existan más de cien definiciones de desertificación significa, al menos, dos cosas: ninguna es la correcta y el problema es complejo. Si atendemos a la más aceptada, la de la Convención de Naciones Unidas de Lucha contra la Desertificación (CNULD), corroboraremos dicha complejidad y atisbaremos algunas de las ambigüedades asociadas históricamente a este concepto. Según esta definición, la desertificación es “la degradación de las tierras áridas, semiáridas y subhúmedo secas como consecuencia de las variaciones climáticas y las actividades humanas”.
De entrada, no figuran las zonas hiperáridas. ¿Es que no pueden degradarse? Dicho de otro modo, ¿puede desertificarse un desierto? La respuesta es que sí, debido al desarrollo científico-técnico que ha posibilitado la explotación de las inmensas reservas de agua subterránea que albergan estos inhóspitos parajes, dando lugar a episodios de sobreexplotación y, por tanto, de degradación.
En efecto, como la propia CNULD explica, por “tierra” se entiende el sistema bioproductivo terrestre que comprende el suelo, la vegetación, otros componentes de la biota y los procesos ecológicos e hidrológicos que se desarrollan dentro del sistema. Esta aclaración es muy relevante porque muchas veces se asocia tierra a suelo, equiparando desertificación con procesos de erosión. Por tanto, la degradación de las aguas subterráneas, su agotamiento y contaminación, cuando ocurre en las zonas áridas, es desertificación.
Quince años después del primer Mapa Mundial de la Desertificación, en 1992, se presenta el que se conoce como primer Atlas Mundial de la Desertificación con motivo de la Cumbre de la Tierra.
El segundo atlas, que aparece cinco años después, se basa en la “Evaluación global del estado de la degradación de suelos inducida por el hombre” y las estimaciones a nivel nacional de los investigadores H. E. Dregne y Nan-Ting Chou, y aporta cifras de desertificación muy altas y poco verosímiles. Así, el alcance de la desertificación se llegó a estimar en un 70 % de las zonas áridas.
Las iniciativas se han ido sucediendo tanto a nivel global, por ejemplo con las evaluaciones de cambio del uso del suelo promovidas por la Evaluación de los Ecosistemas del Milenio, como nacional. Cada país signatario de la CNULD debe elaborar planes y estrategias para enfrentarse a este problema, y saber dónde ocurre es una de las primeras tareas.
A esta cuestión responde negativamente el tercer y, hasta la fecha, último Atlas Mundial de Desertificación, publicado en 2018 por la Comisión Europea. Se trata de un primoroso documento en el que aparecen coloridas láminas sobre diversas variables relacionadas con la desertificación. Sin embargo, no hay ningún mapa de desertificación.
El lector encuentra la justificación a esta ausencia en la primera página de la introducción: “Aunque desertificación sigue figurando en el título, este atlas representa un cambio significativo con respecto a las dos primeras ediciones del Atlas Mundial de la Desertificación, ya que no se presentan mapas deterministas de la degradación mundial de la tierra”.
Las limitaciones a este tipo de mapas se concentran fundamentalmente en dos cuestiones. La primera tiene que ver con el grado de subjetividad de los autores a la hora de decidir qué es desertificación y qué no lo es. Liberarse completamente de este juicio parece imposible.
El segundo punto, que sí parece superable, es que las metodologías empleadas hasta la fecha han tratado de agregar en un único indicador la variable desertificación, que no es medible. Para ello se han sumado o agregado sin una base estadística solvente procesos tan diferentes como la erosión del suelo y la sobreexplotación de las masas de agua subterráneas. Dicho de otra forma, se han tratado de sumar peras con manzanas, y el resultado ha sido una ciruela pasa.
Ante la imposibilidad de hacer mapas de algo tan complejo como la desertificación, el AMD propone un nuevo paradigma, la convergencia de evidencias, donde se recalcan las peculiaridades de cada región y se propone un diagnóstico a partir de las tendencias de variables socioeconómicas y biofísicas que nos permitan atisbar qué formas de uso del suelo puede desembocar en procesos de degradación.
Este énfasis en la prevención nos recuerda que la destrucción de la fertilidad natural de los territorios no es fácil de revertir y por tanto es necesario anticiparse a la degradación.
En realidad, la convergencia de evidencias no es tan novedosa. El primer mapa que se hizo en España para reflejar los problemas potenciales de desertificación ya seguía esa filosofía. En efecto, el proyecto SURMODES, liderado por Juan Puigdefábregas en la Estación Experimental de Zonas Áridas del CSIC, ya vislumbró la idea de solapar variables económicas y climáticas para esbozar los “paisajes de desertificación” de España, incluidos en su Programa contra la Desertificación (PAND) de 2008.
El PAND, además, mostraba un mapa del riesgo de desertificación de España, que cae en ese paradigma de las peras y manzanas y que más allá de señalar la multidisciplinariedad de este problema, carece de validez.
Más reciente es el mapa de condición de la tierra, construido bajo el paradigma de la eficiencia en el uso del agua. Sucintamente, ello significa que los lugares con menores productividades que las que les corresponden según la precipitación recibida están degradados. De este mapa sale la cifra más actual sobre desertificación en España, que se estima en un 20 % del total del territorio (es decir, no se restringe a las zonas áridas).
Unos de los primeros retos a los que se enfrenta la reciente Estrategia Nacional de Lucha Contra la Desertificación es realizar un mapa de la desertificación en España. El proyecto ATLAS, financiado por la Fundación Biodiversidad, y compuesto por un equipo multidisciplinar de diversas instituciones aborda esta compleja tarea, que trata de responder a algunas preguntas básicas: ¿dónde ocurre la desertificación en España? ¿Cuáles son sus principales causas? ¿Aumenta el riesgo de desertificación con el cambio climático?
Tras más de cuatro décadas intentando hacer mapas de desertificación, el veredicto del Atlas Mundial de Desertificación nos ha dejado un mapa en blanco. Esto es un grave problema, porque un mapa en blanco se puede rellenar con cualquier cosa. Así, cuando las administraciones se ven presionadas para dar una respuesta rápida, lo más intuitivo es que utilicen, si no hay otra cosa, el mapa de aridez, lo cual es conceptualmente un error de bulto, puesto que las zonas áridas son solo las zonas potencialmente desertificables.
Por otra parte, un mapa en blanco es un reto para un investigador, una oportunidad de establecer una metodología que sirva para cartografiar la desertificación no solo en España, sino en todo el mundo.
Intentaremos, conscientes de las dificultades que entraña y de que grandes científicos no dieron con la solución, ofrecer mapas de garantías para sustanciar decisiones y soluciones que ayuden a resolver este grave problema.
Julia Martínez Fernández, directora técnica de la Fundación Nueva Cultura del Agua, ha participado en la elaboración de este artículo.
Jaime Martínez Valderrama, Investigador postdoctoral en Desertificación, Universidad de Alicante; Elsa Varela, Alexander von Humboldt Senior Research Fellow, Georg-August-Universität Göttingen ; Emilio Guirado, Doctor en ciencias aplicadas al medioambiente, Universidad de Alicante; Fernando Tomás Maestre Gil, Catedrático de Ecología, Universidad de Alicante; Jorge Olcina Cantos, Catedrático de Análisis Geográfico Regional , Universidad de Alicante y Manuel Esteban Lucas-Borja, Profesor en el Departamento de Ciencia y Tecnología Agroforestal y Genética de la E.T.S.I. Agrónomos y de Montes de Albacete, Universidad de Castilla-La Mancha
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
Hoy cumplo exactamente cincuenta días de vida más, de los que tuvo la oportunidad de vivir mi padre. Claro que gracias a él, no tuve la infancia ni la adolescencia horrorosa que mi abuelo le hizo pasar. Ni tuve que alistarme muy joven en un ejército, el único modo a su alcance para poder aprender a leer y escribir. Ni tuve que pasar tres largos años de una guerra fratricida. Ni tampoco sufrir una guerra ajena en el frente ruso, en aquella División Azul, |
de la cual aún hoy una cantidad ingente de imbéciles siguen creyéndose aquello de que "todos fueron voluntarios". Ni volver a casa con metralla en la espalda y un dedo inútil y finalmente conocer a su primer hijo, mi hermano mayor, que había nacido en su ausencia. No sé cuanto tiempo más podré añadir a este logro de mi biología, pero al pensar en esto, me he dado cuenta de que a pesar de que estábamos muy unidos, jamás se lo agradecí suficientemente. Dicen que es fácil que nuestra generación tenga más posibilidades de vivir más años que nuestros predecesores, pero cuando repaso la larga lista de los amigos que he perdido, no estoy muy seguro de que esa previsión se cumpla. Quizás sea un iluso, pero también en esto creo que la calidad, importa más que la cantidad. |
Aprovechar el tiempo y dignificar en lo posible, la vida que nos quede. Con toda la naturalidad, sin quejas, positivamente y hasta el final.
Acabo de estrangular al gato de Okanuh.
No veas como me ha dejado el editor del blog. Hay por lo menos más de trescientos borradores de entradas. Todas iguales que dicen:
Keep calm and tic, tic, tic.
Lorazempam | 2.703.231 |
Alprazolam | 1.894.927 |
Lormetazepam | 1.792.074 |
Diazepam | 1.653.503 |
Total | 8.043.735 |
Nota: Artículo reblogueado. Al pie se menciona la autoría
Los cálculos renales, más conocidos como «piedras en los riñones», son un problema médico muy frecuente. Se estima que en torno al 10 % de la población sufrirá en el algún momento de su vida estos dolorosos pedruscos que se forman lentamente a partir de la cristalización de diferentes compuestos en la orina. El tamaño y la forma de dichas piedras puede ser extremadamente variable. En la actualidad, el cálculo renal que ostenta el récord mundial por sus dimensiones se detectó en un paciente de Sri Lanka en 2023. Imposible que el guijarro pasara desapercibido: contaba con 13,4 centímetros de largo y 800 gramos de peso.
En la gran mayoría de los casos (alrededor de un 75 %) los cálculos renales están compuestos por calcio. En menor medida, pueden estar formados por ácido úrico, cistina o estruvita (magnesio y fosfato de amonio). Múltiples factores influyen en la producción de dichas piedras: alteraciones en el pH que causan una orina demasiado ácida o básica, ciertas enfermedades como infecciones urinarias o hiperparatiroidismo, concentración elevada de ciertos compuestos en la orina por razones genéticas, ambientales o estilos de vida, déficit de inhibidores de la formación de cálculos…
En la cultura popular está muy extendida la idea de que la composición mineral del agua que se bebe influye en la aparición de las piedras en los riñones. Según esta creencia, el consumo de aguas duras (especialmente aquellas con una elevada concentración de calcio) favorecería la generación de cálculos con el paso del tiempo.
En España, la cuenca del Mediterráneo (Andalucía, Murcia, Comunidad Valenciana y Cataluña) se caracteriza por ofrecer agua potable con un mayor porcentaje de calcio que en otras regiones de nuestro país. Este mineral, junto con el cloro, dan un fuerte y característico sabor a dicha agua, que no suele ser precisamente un rasgo apreciado para su ingesta en dichos territorios (las elevadas ventas de garrafas de agua mineral en los supermercados o la instalación de filtros de agua de grifo dan fe de ello). Sin embargo, más allá del sabor desagradable, ¿el agua dura del grifo supone realmente un riesgo adicional en la formación de cálculos renales?
Para responder a la pregunta lo primero que hay que tener en cuenta es que la composición y la calidad de las aguas de consumo en Europa está estrictamente regulada por varias leyes para proteger la salud humana. Entre los muchos parámetros que se controlan está la concentración de carbonato de calcio (CaCO3), que es el factor principal que define la dureza del agua. Su máxima concentración permitida en el agua potable en el territorio europeo es de 500 mg/l. Si tenemos en cuenta que solo el 0,5 % del agua potable que se distribuye en España no es apta para consumo humano, esto significa que las aguas más duras de nuestro país no pueden serlo de forma excesiva. Según informes publicados por la Organización Mundial de la Salud, las aguas con carbonato de calcio dentro de dicho límite no deberían tener efectos perjudiciales para la salud humana.
Más allá del hecho anterior, que es relevante, existen otros datos que ponen de manifiesto que la dureza del agua potable apta para consumo humano parece influir muy poco o nada en el riesgo de sufrir piedras en los riñones en la población general. Por un lado, varios estudios epidemiológicos no encuentran relación, o esta es muy débil, entre el consumo de aguas duras y un aumento en el riesgo de cálculos renales.
Sí que se ha observado que ingerir aguas más duras se asocia con una mayor excreción en la orina de citrato, magnesio y calcio, pero esto no tiene por qué implicar per se un mayor riesgo de cálculos. Ahora bien, los médicos, como medida de precaución, pueden recomendar a los pacientes que han sufrido previamente cálculos renales beber aguas de composición específica según el tipo de piedras que hayan desarrollado, aunque la evidencia científica que respalde este acto sea débil. En torno al 50 % de estos pacientes suelen volver a sufrir nuevas piedras a los 5-10 años, así que se aplica el principio de cautela.
En resumen, sigue sin estar claro que el consumo de aguas duras supongo un riesgo añadido en la formación de cálculos renales en la población general sana. De existir algún riesgo, este parece, según el conjunto de los estudios, pequeño y poco relevante si se consideran todos los factores que influyen en la aparición de piedras en el riñón. No obstante, sí que existe un importante consenso sanitario y científico sobre una pauta que sí tiene una influencia observable a la hora de disminuir el riesgo de cálculos: beber agua de forma abundante cada día para aumentar el volumen de producción de orina y prevenir que esta se concentre demasiado. En ese sentido, la Asociación Española de Urología (AEU) recomienda ingerir un mínimo de 2 litros de líquidos diarios a los pacientes que han sufrido anteriormente cálculos renales. En otras palabras, no es tanto la calidad del agua lo que cuenta, sino la cantidad que se beba a la hora de prevenir piedras o evitar que estas vuelvan a aparecer.
Sobre la autora: Esther Samper (Shora) es médica, doctora en Ingeniería Tisular Cardiovascular y divulgadora científica