Ya no sé cuanto es el tiempo transcurrido desde que perdí aquel cayado en que me apoyaba. Ese tiempo se desdibuja en mi memoria. Pero no así los verdes pastos a cada lado del camino, ni el inmenso cielo azul, ni ese sol brillante que nos da la vida. Camino largo, algo estrecho y no siempre recto, en el que abundaron encuentros y despedidas; risas y llantos. Camino que solo se transita una vez.
Y ahora, sin cayado, los pasos se suceden inseguros y lentos. Es un caminar que no permite mirar hacia lo lejano; solo al terreno inmediato donde poder colocar próximas pisadas. Pero, ¿qué más da, si la vista ya no alcanza? El horizonte se ha convertido en un recuerdo más.
Recogerse entre las luces que anuncian la penumbra, tratar de evitar el frío de la noche. Un vano propósito, cuando las noches que ahora llegan, son cada vez más largas y no pueden prometer un amanecer.
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