foto: Matti Merilaid
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Son fotos que cualquiera puede hacer.
Una verdad como un templo, aunque en ocasiones es una sentencia lanzada con aromas despectivos. Por supuesto, cualquiera las puede hacer y máxime hoy en día cuando los dispositivos, sean cámaras compactas, réflex o simples teléfonos, están dotados de tecnologías que automatizan los enfoques, fotometrías e incluso el momento óptimo para disparar (por ejemplo, detectando una sonrisa). Efectivamente, cualquiera las puede hacer. Y, sin embargo, no todos lo consiguen. Los objetos, los sujetos están ahí al alcance de cualquiera, pero pocos los saben ver y menos aún, pocos los saben colocar dentro de los límites del rectángulo mágico que tiene la virtud (y a veces defecto) de aislar la imagen del resto de su entorno, separándola del contexto. (Por cierto: Para los que defienden la «no manipulación» de las imágenes, que recuerden que esto, el encuadre, es la primera manipulación, surge desde el mismo instante en que se escoge un encuadre y no otro).
Saber ver. Mirada selectiva. La intuición del diseño. El ordenamiento geométrico. El análisis de la forma, el color, el volumen y la textura. Eso ya… no está tan al alcance de cualquiera.
Y por si alguno tiene también la duda de si esto es una facultad innata. Lo es, pero solo hasta cierto punto. Es algo que se entrena y por mi propia experiencia sé que requiere «no perder la forma» y que se debe entrenar la facultad de la observación de forma más o menos constante. Muy semejante a lo que un deportista hace con sus rutinas y preparación física.
¡Pero cuidado! Porque del mismo modo que no todo el mundo sabe ver en una escena una foto posible, tampoco todo el mundo sabe valorar una foto hecha y acabada.
¡Pero cuidado! Porque del mismo modo que no todo el mundo sabe ver en una escena una foto posible, tampoco todo el mundo sabe valorar una foto hecha y acabada.
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