Ya empiezo a tener dudas de que pueda enchufarme a alguna fuente como si fuera un teléfono y refrescar mi energía. Es ese maldito tono vital del que cuesta tanto escapar. La sensación de que te apagas. Te ves a ti mismo como una varita de incienso que consume sus últimos centímetros. Eres como una altavoz inalámbrica que distorsiona cuando el voltaje de la batería disminuye antes de apagarse definitivamente. Las ideas que antes musicaban en tu cabeza, ahora parecen ruido. Empiezas líneas que no acaban. Todo te parece una ridiculez indigna de ser escrita.
Miro al mundo y trato de entender qué tiene que ver con el que encontré en los tiempos de mis primeros recuerdos. Miro a las generaciones que yo llamo intermedias; las que están entre la mía y las de la niñez actual y en ese espacio medio, me cuesta comprender cual es el juego.
De golpe me viene a la mente una idea que tiene tanto realismo que corta el aire que respiro. Mi digo a mi mismo:
❝ En Ucrania no hay botellones.❞
Soy injusto; lo sé. Quizás sea una idea exagerada, pero no necesita mucha explicación. El que quiera entender, entenderá.
Y sin embargo aún hay sensatez en el mundo. La sensatez calla y contempla. Observa atenta la tragicomedia del mundo. La sensatez espera su turno, sin hacer ruido, sin molestar. Llegará su momento.
Y además de sensatez, la vida ofrece también ese pulso de esperanza que ya solo soy capaz de ver en la mirada de los niños. Y las veo a ambas, sensatez y esperanza, en esas miradas de niños y niñas que se ven obligados a separarse del padre, quién sabe hasta cuando y que sin embargo después del llanto, recuperan el coraje que pueda dar de si su corta edad, para ayudar a la madre, a los hermanos y otros como ellos y seguir adelante hacia quién sabe que futuro.
Y la varita de incienso que creo ser, sigue mirando el mundo y su teatro y descubre que también hay bondad, a pesar de los vientos en contra. De nuevo los niños y las niñas...
Al fin y al cabo, ellos son la única forma de trascendencia que soy capaz de aceptar. La única que soy capaz de creer. Ellos son nuestra continuidad, no hay otra.
Me digo en mi interior, que pocas cosas hay en el Universo, más tozudas que la vida. Le llevó más de 1500 millones de años, abrirse camino en este planeta y casi 3000 millones más hasta que pudiera expresarse en la forma de alegría consciente de vivir. Así que me parece prácticamente imposible que nada ni nadie pueda acabar definitivamente con esa alegría.
Por eso, dejadme buscar el contraste a las miradas que vemos estos días, en los ucranios bajitos y contraponerla a estos otros locos bajitos de diferentes partes del globo, exultantes de alegría y vitalidad, con la esperanza de que pronto se encienda de nuevo el brillo de los ojos de los primeros. A ser posible, antes de que el humo de mi incienso ya no vuele libre en mi espacio.
Y además de sensatez, la vida ofrece también ese pulso de esperanza que ya solo soy capaz de ver en la mirada de los niños. Y las veo a ambas, sensatez y esperanza, en esas miradas de niños y niñas que se ven obligados a separarse del padre, quién sabe hasta cuando y que sin embargo después del llanto, recuperan el coraje que pueda dar de si su corta edad, para ayudar a la madre, a los hermanos y otros como ellos y seguir adelante hacia quién sabe que futuro.
Y la varita de incienso que creo ser, sigue mirando el mundo y su teatro y descubre que también hay bondad, a pesar de los vientos en contra. De nuevo los niños y las niñas...
Al fin y al cabo, ellos son la única forma de trascendencia que soy capaz de aceptar. La única que soy capaz de creer. Ellos son nuestra continuidad, no hay otra.
Me digo en mi interior, que pocas cosas hay en el Universo, más tozudas que la vida. Le llevó más de 1500 millones de años, abrirse camino en este planeta y casi 3000 millones más hasta que pudiera expresarse en la forma de alegría consciente de vivir. Así que me parece prácticamente imposible que nada ni nadie pueda acabar definitivamente con esa alegría.
Por eso, dejadme buscar el contraste a las miradas que vemos estos días, en los ucranios bajitos y contraponerla a estos otros locos bajitos de diferentes partes del globo, exultantes de alegría y vitalidad, con la esperanza de que pronto se encienda de nuevo el brillo de los ojos de los primeros. A ser posible, antes de que el humo de mi incienso ya no vuele libre en mi espacio.
Por todos esos bajitos y la luz de sus ojos. Luz que irradia de la inocencia y su capacidad de adaptarse a la vida.
ResponEliminaA mí me llega el olor al incienso de tu varita....así que sopla y no la dejes que se consuma.
Este tiempo, al margen de nuestro propio tiempo, es un tiempo de desesperanza y pérdida de la fé en la humanidad.....que no nos falten esos locos bajitos para recordarnos que por ellos, debemos seguir.
Un beso, Ricard.
Sin esos locos bajitos la vida no vale para nada.
ResponEliminaTu varita suelta un perfume reconocible que quedará por tiempo haciendo virutas olorosas en el espacio.
Un abrazo.
Escribimos para desahogarnos, eso como poco. Ya se justifica el acto por sí mismo, ¿no? Aunque repitamos o no digamos nada que no hayan dicho otros -¿o crees que la mayoría de escritores que publican, y no te digo los noveles, no están sino repitiendo lo que siempre se ha escrito?- merece la pena expresarse. Esa acción que las fuerzas del mal desearían que no ejercitáramos. Porque escribir, como leer, como dialogar nos hace más fuertes y nos aproxima, y eso las fuerzas del mal de este mundo -no hace falta te las mencione- lo llevan mal y procuran que si nos expresamos sea en dirección a integrarnos con una dosis de aborregamiento.
ResponEliminaPor cierto, claro que en Ucrania no hay botellones, y a partir de ahora los habrá menos, porque las nuevas generaciones aprenden de las circunstancias cambiantes. Eso sí, a precio muy alto.
Naturalmente que la vida es tozuda. Todo el Universo lo es. Una y otra vez lo que se deshace se vuelve a formar, sea con elementos químicos de la geología o de los cuerpos animales (entre los que nos hallamos)
Confiemos en el futuro de los niños, aunque ya lo tenemos delante y mira. Yo siempre alucino con los ojos de niños-jóvenes que llegan a costa de su vida desde África.
Comulgamos. Y me alegra.
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