Kenko en el siglo XXI: Escrito núm.1


Pocas cosas resultan más evidentes que el hecho de que acarreamos a cuestas un saco de deseos. No venimos al mundo con ellos, pero los vamos acumulando quizás desde aquel primero, consistente en desear el pecho de la madre y que luego se convierte en el deseo de cualquier otro pecho y si no es de madre alguna, mejor que mejor.
Todos, absolutamente todos, estamos bajo su influencia; el rey también. 
Debo recordar que hubo un tiempo en que pensaba que la majestad llegaba desde lo divino a lo humano por una semilla ajena al progenitor. ¡Qué idiotez!
Los vástagos del majestuoso, proceden de su semilla y de su deseo libidinoso, bien sea con mujer propia o ajena. Nada tiene de divino, aunque sí hay que reconocerles un cierto porte que a los que somos hijos del fango, nos parece revestido de una dignidad. Mejor no escarbar en sus maneras; forman parte del disfraz.
Debo recordar que en mi tiempo lejano, también pensaba que aquellos cercanos al Palacio Imperial, estaban dotados de excelencia. Ellos gobernaban junto al emperador. Ahora, su única excelencia es su enorme capacidad para el halago, lo cual les reporta favoritismos sin los cuales se desharían como el azúcar en el té. Son clases inferiores a la majestad, pero de un rango superior a los que procedemos del fango. Se consideran así mismos, grandes e importantes, cuando en realidad, la sociedad sobreviviría igual o posiblemente mejor sin ellos. Su máxima cualidad es lo bien que saben ocultar su insignificancia.
Y en las capas que componen el mundo de los hombres y mujeres, no veo otra posición más baja que aquella que ocupan los monjes y sacerdotes. Comparten con los anteriores mencionados la falsedad de su brillo y boato. Si bien muestran un estilo diferente, ocultan, tras su aparente dignidad monacal, una inutilidad indiscutible, alimentando supuestas verdades religiosas. Me recuerdan a aquel idiota que batía un cuenco sin haber puesto los huevos. Sei Shonagon, dijo de ellos que son las ramas secas de un arbol. Diez siglos después, esas ramas siguen sin caer.
Y diez siglos después sigue siendo verdadera la belleza de los hombres y mujeres que destacan por sus acciones meritorias. Mucho más, hoy, que abundan cantidad de destellos falsos que ciegan a muchos.  Hasta el más ruin se deslumbra ante las autenticidades de unos pocos. 
Sigue siendo verdad aquello que escribí, ya no recuerdo cuando; supongo que en mi siglo:
El hombre o la mujer dotados con bellas facciones y buenos sentimientos, si no tienen entendimiento, se rebajarán. Alternarán con gente odiosa y pronto quedarán subyugados por ellos; cosa en verdad, digna de lástima.

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