Aquella polvorienta carretera en la Ruta 66 era endemoniadamente recta, al punto en que corrías el riesgo de dormirte encima de la moto. Para nada ayudaban las líneas discontinuas que añadían al sopor del calor imperante, un cierto magnetismo hipnótico que te cerraba los ojos.


A lo lejos, unas montañas oscuras perfilaban un horizonte que, por muchos kilómetros que marcara el cuentakilómetros, no parecía acercarse lo más mínimo. 
Tengo que parar o me voy a matar— me dije.

Estaba al punto del agotamiento total, cuando apareció un letrero a la derecha de la carretera.
Frené para poder ver bien si aquella parquedad cartelera era cierta o había más información. Pero no; solo el típico disco rojo de Coca-Cola y una flecha en diagonal ascendente apuntado hacia la derecha.
Y claro, unos diez metros más allá  había un camino pedregoso. Lo tomé sin dudarlo, pero en ese país, de millas y galones, las distancias no cuentan. Fueron 9 kilómetros hasta llegar a un lugar que recordaba los oasis de los desiertos, pero sin dátiles ni un pequeño surtidor de agua. Solo cerveza, Coca-Cola, whisky y hamburguesas de pollo. Y parece que también vendían de todo. Me pareció entender que la trastienda era mucho más grande que el local a la vista.
Me extrañó no ver a nadie fuera, a la sombra o en el porche y no me extrañó tanto, ver el desorden y la suciedad del local. Bueno… no exageremos; unas cuantas mesas sin recoger y la barra llena de jarras de cerveza.
Pero pensé que aquella rubia de más de 1,80 no parecía esperar muchos clientes, posiblemente hasta el mediodía.

 Fuerte y de grandes pechos a punto reventar su sujetador negro, camisa a cuadros con un nudo en el vientre y sin abrochar. Pantalones tejanos cortos —muy cortos— cartuchera y revolver al cinto. Y no, no llevaba sombrero; solo una gorra de beisbol. 
Su tono de vez contrastaba con aquel ambiente. Era dulce, cariñosa en el habla. Le pedí una cerveza. 
—Dos pavos—me dijo antes de servirla. No me apetecía mucho conversar. A pesar de su tono amable, lo cierto es que aquella mujer, su estatura, el revolver y su vestimenta imponían un poco. 
Entonces descorrió unas cortinas que había, en el lugar donde en los salones del oeste suele haber un espejo o la foto de una mujer ligera de ropa. En su lugar apareció un enorme póster de Donald Trump, un rifle justo debajo y un poco más abajo, un bate de beisbol. 


Le dejé los dos dólares encima de la barra. 
—Si quieres follar, serían cien dólares y sin prisas. No me importa cerrar el local.
Instintivamente, miré hacia la moto y aliviado vi que estaba en su sitio. 
—No, gracias, tengo prisa.—
Al traspasar la puerta escuché
—¿Eres marica?—susurró.
Miré las ruedas de la moto y estaban bien. Arranqué, mire al cielo y me dije:
—Me he librado de una buena—

El calor y el polvo de la carretera, me parecieron, desde ese momento, un paraíso.