Un monje que trataba de perfeccionar sus ejercicios de meditación, decidió un día subirse a un bote y remar hasta el centro de un lago.
Allí estaría mucho más tranquilo y podría meditar mejor. Ya en el centro del lago, cerró los ojos y se dispuso a iniciar la meditación llevando a cabo unas respiraciones profundas.
¡Qué paz se respiraba! Solo el rumor del viento moviendo las hojas y algún que otro chapoteo de algún pez que saltaba en la superficie.
Pero de pronto, cuando estaba en la fase más profunda, algo golpeó su barca y le distrajo. Le molestó tanto que pensó: —En cuanto abra los ojos, se va a enterar ese tonto que no sabe guiar su barca. — Estaba furioso…
Sin embargo, al abrir los ojos, solo vio una barca vacía, que seguramente, a la deriva, fue arrastrada por el viento hasta allí.
Entonces se sintió ridículo al observar que estaba enfadado con el viento y con un bote vacío. Se dio cuenta de que, como en muchas ocasiones, la ira no viene, sino que está en nuestro interior. La mayoría de las veces, somos nosotros los que escogemos y damos forma a la emoción de la ira, cuando es absolutamente innecesaria.
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