Testigo mudo de tristezas que llenaron unos años de mi vida. Una época gris oscura que fue apoderándose de mí, convirtiéndolo todo en monocromo, donde los colores solo estaban en los recuerdos de un pasado que se iba desdibujando día a día.
Aquella ventana estuvo cerrada bastante tiempo. Sus persianas, prácticamente bajadas, dejaban pasar la luz justa que, además, debía superar el impedimento de unas cortinas extendidas. Una butaca, estratégicamente colocada a ochenta centímetros de los cristales. Un revistero en la derecha y una radio sobre una mesita baja. Nadie puede imaginar lo doloroso que es, tratar de leer o de escuchar y no conseguirlo. Y no es que fuera ciego, no; solo tenía el alma enferma.
Solo los vivos pueden medio morir en vida y esos medio muertos en vida, pueden llegar a contagiar su tristeza. El hombre de la ventana, lo sabía. Por eso no pidió ayuda, por eso rechazaba o se excusaba con los amigos y las gentes que le querían.
El hombre de la ventana que daba al sur, espero pacientemente, viendo la luz del atardecer que acaecía a la derecha de la ventana.
El hombre del alma enferma, un día, porque la vida lo quiso, se atrevió a subir la persiana y aquella habitación se tornó más luminosa. Sentado en la butaca, recibió algo de calor y permaneció sentado toda aquella tarde de principios del verano.
Al día siguiente fue capaz de correr las cortinas y el sol inundó la estancia. Fue capaz de leer unas páginas.
Días después, lleno de propósito, cruzó la línea que separa la impotencia de esa fuerza extraña que se llama decisión. Abrió la ventana de par en par y una ráfaga de viento fresco acarició su rostro. Al mismo tiempo que las risas de los niños, jugando en la plaza. Y ese que fui, curé.
Desde entonces la ventana es mi ventana de los vientos favorables. Y también la convertí en una figura poética a la que recurro. Vientos favorables movidos por el sol con olor a marinada.
Hoy, en mi casa actual, pasados ya veinte años, la ventana, ahora es un ventanal. Mira igualmente al sur buscando el mar y es tan amplia como para poder contemplar el nacimiento del día y el final de la tarde. Por ella llegan también los vientos favorables. Hasta que la vida quiera.
Solo los vivos pueden medio morir en vida y esos medio muertos en vida, pueden llegar a contagiar su tristeza. El hombre de la ventana, lo sabía. Por eso no pidió ayuda, por eso rechazaba o se excusaba con los amigos y las gentes que le querían.
El hombre de la ventana que daba al sur, espero pacientemente, viendo la luz del atardecer que acaecía a la derecha de la ventana.
El hombre del alma enferma, un día, porque la vida lo quiso, se atrevió a subir la persiana y aquella habitación se tornó más luminosa. Sentado en la butaca, recibió algo de calor y permaneció sentado toda aquella tarde de principios del verano.
Al día siguiente fue capaz de correr las cortinas y el sol inundó la estancia. Fue capaz de leer unas páginas.
Días después, lleno de propósito, cruzó la línea que separa la impotencia de esa fuerza extraña que se llama decisión. Abrió la ventana de par en par y una ráfaga de viento fresco acarició su rostro. Al mismo tiempo que las risas de los niños, jugando en la plaza. Y ese que fui, curé.
Desde entonces la ventana es mi ventana de los vientos favorables. Y también la convertí en una figura poética a la que recurro. Vientos favorables movidos por el sol con olor a marinada.
Hoy, en mi casa actual, pasados ya veinte años, la ventana, ahora es un ventanal. Mira igualmente al sur buscando el mar y es tan amplia como para poder contemplar el nacimiento del día y el final de la tarde. Por ella llegan también los vientos favorables. Hasta que la vida quiera.
Okanuh
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