31/8/23

Ambar

Foto de Ricardo Cristián (Pexels) Se parece, pero no es.


Aquel callejón no tenía salida. Era estrecho, húmedo y bastante sucio. Transitar por él era como meterse en una ratonera. Tenía una prometedora entrada a la que se accedía desde otra calle, mucho más ancha y moderna. La bocacalle estaba compuesta por dos esquinas con sendas casas de putas chinas con su inevitable farolillo rojo, una a cada esquina. Otras tiendas que no recuerdo bien y unas docenas de metros más allá,  torcía en ángulo recto hacia la derecha. Entonces podías ver un establecimiento dedicado a la compraventa de antigüedades, regentado por un judío que me pareció un ortodoxo descafeinado (desortodoxizado, para ser exactos) que además y según decía un letrero, reparaba móviles. 
Si amigo, porque si estabas imaginando un barrio porteño del siglo XVII, errabas. Estamos en un barrio irlandés de la parte baja de Nueva York. 
Varias entradas a unas poco atractivas viviendas a cada lado y finalmente al fondo unos 30 metros más allá, la callejuela quedaba parapetada por la taberna. Una estúpida banderola de madera que nadie podía leer, puesto que quedaba perpendicular a la calle, anunciaba: Sea Tavern y una línea más abajo: irish whiskey.
Pero hay que reconocer que la puerta era deliciosa de contemplar. Madera vieja hasta media altura, recubierta por infinitas capas de barniz marino. Gastada, oscura, un poco estrecha, fuerte y pesada. Su parte superior, acristalada por un mosaico de vidrios individuales con fuerte textura  y de no más de 25 centímetros la pieza. Sujetados por tiras de madera igualmente vieja, fuerte y repletas de barniz
¿Su color? Su color motivó la primera discusión del día entre Okanuh y yo:

Miel
—whisky
¡te digo que miel!
—orina de perro viejo
mieeeel
—cerveza
¡Vete a la mierda!

Por supuesto, entrar en aquella taberna era retroceder, ahora sí, al siglo XVII. Paredes, suelo, columnas, techo, la barra del bar, sillas y mesas. Solo las lámparas que colgaban del techo eran de latón; todo lo demás era de madera y el conjunto,  ofrecía la sensación de estar en la bodega de un barco de los piratas del Caribe. Apenas tres cosas te devolvían al siglo XXI: Un letrero de Wifi Free, una caja registradora informatizada discretamente situada y el inevitable sonido de una máquina tragaperras que situada detrás de un biombo, me recordaba un confesonario.
Nos tomamos unas cervezas.

Okanuh, quiso hacerse el gracioso con el tipo de la tragaperras deseándole suerte y este enfundado en una barba pringosa, le devolvió la gracia haciéndole un exagerado Rubiales (supongo que no hace falta detallar). Por si esto no fuera poco, a los pocos minutos Okanuh ya estaba dándole la vara al tabernero preguntando por el color de los cristales de la puerta. Mi espejo psicológico es así; pesado, insistente, desconsiderado, maleducado.
Que si, whisky, que si orina, que si cerveza… que si miel no, que si eso, que si aquello…
El tabernero le cortó en seco. 
—Amigo, ese color tiene nombre. Se llama ámbar. Parece que no has salido de tu pueblo en tu vida. ¿de dónde eres?— nos preguntó.
Soy catalán y este también—le dijo señalándome con el dedo a punto de metérmelo en el ojo.
—No sé donde está eso; hubiera jurado que sois españoles.

Sonó la caja registradora y tres segundos y dos décimas después ya estábamos fuera, al otro lado de los cristales de indiscutible color ámbar.

Okanuh, no toques nada!
—Vale. ¿Has visto lo buena que está esa japonesa?
No es japonesa, es china.
—¿Como lo sabes si no has hablado con ella?
No empecemos.




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