Anna es joven, pero es un alma vieja. Esa mezcla en su mirada de unos ojos grises, a veces azulados, pero brillantes por una especie de pátina húmeda y lagrimosa que los inunda. Tiene una expresión entre cansada y triste que se envuelve en el hermoso papel de regalo de una frente tersa y un rictus pronto a la sonrisa.
Anna es enfermera y lleva ya unos diez años atendiendo a enfermos terminales que excepto en pocos casos donde los familiares, o a veces el mismo enfermo, quieren acabar en su casa, el resto cierran sus ojos en su presencia, en las habitaciones del hospital.
Me cuenta que en ocasiones quieren estar solos con sus hijos u otros familiares pero que en muchas, reclaman su presencia o bien que esa última línea del epílogo requiere de esa presencia profesional.
Y a consecuencia de eso, Ana acumula la sabiduría de la experiencia y puede explicar mucho.
Anna, dime ¿Cómo mueren las personas en el hospital?
—Creo que no mueren de la mejor forma. Muchos se van sin apenas darse cuenta. Se les mitiga el dolor a tal punto que no son conscientes o bien parecen navegar en fantasías que les fabrica el cerebro. Independientemente del sufrimiento y dolor que les pueda ocasionar su dolencia terminal, lo que más veo es una ansiedad angustiosa. Están bajo los efectos de la morfina, pero durante un tiempo se agitan como el que quiere hacer un montón de cosas y no sabe como. Luego se adormecen del todo.
Sinceramente, creo que muchos mueren inquietos a tal punto de que parecen haberse olvidado de lo que les está ocurriendo y parecen sufrir por cosas que ya no pueden arreglar.
Pero supongo que los habrá que mueren con cierta placidez, ¿no?
—Si, si; por supuesto. Pero casi me atrevo a decir que esos mueren plácidos porque en mayor o menor medida, que de todo hay, tienen la compañía de personas próximas que les quieren y hacen lo que buenamente saben. Y aquí hay algo que quiero destacar:
Muchos de estos que tienen sus familiares, hijos o lo que sea y pueden expresarse, dicen lo mismo. Hablan del tiempo desaprovechado. Piden perdón por no haber dedicado más tiempo y cariño para ellos. Aquí, mi papel es previamente señalar a los familiares que deben tranquilizarles, olvidar posibles rencores y darles todo el amor posible. Entonces es cuando la placidez se hace presente.
Recuerdo un anciano al que el equipo médico decidió inyectarle morfina y él se negó. Estuvo sufriendo hasta que finalmente llegó su hija y tras una breve conversación, unos besos y un abrazo, permitió que le inyectaran. Murió con una de sus manos entre las de la hija, que por cierto tuvo mucha entereza y esto es importante. Aquel rostro expresaba mucha paz.
Pero, ¿Qué es lo que les angustia?
—Mira Ricard. Es cierto lo que se dice en los libros. Hay un momento en que se produce una especie de rendición ante la proximidad de lo que casi todos -por no decir todos- saben. Una vez aceptado, deviene otro tiempo de repaso y se produce como una especie de reproche en el que el valor de más peso es el tiempo perdido; lo que no se ha hecho, especialmente la dedicación, ya no solo a los suyos, sino a eso que a veces decimos: Lo de dejar un mundo mejor.
Esto no es una cuestión de horas. En ocasiones es su conversación durante días. Cuando puedo los ayudo a recordar, tratando de que afloren los momentos felices. No siempre se consigue.
Te preguntaría por el tema de la religiosidad, pero no se si...
Anna sonríe y me sirve un te. Alarga el momento de la respuesta y para mi asombro, se quita un rosario budista que llevaba en el cuello y lo enrolla en su muñeca derecha.
—Cuando empecé a dedicarme a esto, pensaba que esa faceta sería una constante. He ido descubriendo que en esos momentos hay de todo. Unos, devoción. Otros mucha súplica, otros se manifiestan de forma supersticiosa. Ya sabes, rosarios, estampitas, misales, vírgenes por la habitación y esa clase de parafernalia. La verdad es que hay bastante menos de lo que imaginaba en un principio. Algunos hablan con serenidad y confiados. Otros, que posiblemente no han sido muy religiosos, no dicen mucho, hasta que llega el cura. Entonces preguntan y preguntan. Y -entre nosotros- a veces le rompería la cabeza al maldito cura.
Pero bueno, hay mucha gente que eso, simplemente no se plantean nada y oye! entre tu y yo. Juraría que son los más serenos.
La conversación, estaba pactada y se grabó. Y duró bastante más de lo que aquí relato, pero no quiero cansar y en otro momento podemos seguir, pero la última pregunta que le hice si quiero añadirla aquí.
Anna, esta es más personal; si quieres no contestes, pero me gustaría saber cómo hiciste con tu padre cuando falleció.
(Risas) —Papá murió en mi casa. Solo estaba yo, y tengo que decirte que la profesión no me resultó un entreno para afrontar su muerte. Sola yo, mi perro y él, aunque el día anterior recibió la visita de mi madre. Llevaba treinta y ocho años divorciado de ella. Mamá se portó bien, estuvo cariñosa.
Papá era el sinvergüenza más maravilloso que nunca podré conocer. Pero era todo corazón, aunque él mismo decía que no sabía querer. En mi adolescencia lo eché mucho en falta. Después de romper con mi madre viajó mucho. Era un mecánico de maquinaria de impresión sobre plástico y tanto estaba en Barcelona como en Brasil. En fin...
Papá no sufrió mucho, digamos que tuvo una agonía bastante soportable. Con droga si; pero que no le deshabilitaban mucho. Tuvo la mente bastante despierta hasta casi el final. Adormeció y luego murió.
Por supuesto se reprochó muchas cosas, pero yo le quitaba peso, sin quitarle importancia. No sé si me explico. Se reprochaba él mismo; yo lo calmaba.
De cura, nada. Ni en foto. Eso si; me preguntó sobre el budismo y finalmente me confesó que el no creía en nada, pero que quizás sí podía haber algo más allá.
En resumen, su muerte fue un diálogo con su hija y la presencia de un perro, que no se bajó de la cama hasta que expiró. Nunca como cuando miré con mucha tristeza el rostro relajado de mi padre, entendí el valor de la vida. Desde entonces intento más que nunca, no desaprovecharla.
Gracias Anna.
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