Treinta y dos años

Ricard
0
Tal día como hoy, siete de marzo, en el año 1991. Murió mi padre.
El día se presentó con un tiempo muy agradable y a pesar de que llevaba casi dos años luchando contra un cáncer que se manifestó en la próstata de la cual fue operado, con el tiempo se recrudeció, hizo metástasis y afectó al pulmón.
Como muchísima gente de su época, el tabaco forma parte de su vida. Recuerdo de niño, que me mandaba al estanco a comprar sus cajetillas de «Caldo», en ocasiones «Celtas» para un tiempo después cambiar esos venenos, por otro, no menos tóxico; «Ducados». Recuerdo como sus bolígrafos «Bic Cristal» amarilleaban en la zona del agarre de los dedos.

Era un hombre vital que había sufrido una adolescencia muy cruda y una juventud enmarcada en los conflictos bélicos. Un hombre al que le tocó vivir la Batalla del Ebro y la División Azul en Rusia. Y esto último, -es preciso que se sepa- de voluntario, nada de nada.
Su pasión era la caza, pero no era un deporte; era una forma de proveer carne a su familia. Mi madre era una experta cocinera, adobando como nadie el conejo de monte antes de que llegaran las famosas fiebres que diezmaron a los orejudos.
A pesar de la quimioterapia, los días menos dolorosos, los aprovechaba para ir al pequeño pueblo de Gualta, donde tenían una casita y sus mejores amigos. Y eso fue lo que hizo en su último día. La quimio castigaba y se le veía débil, pero siempre resuelto a no dejarse vencer por la depresión y las incomodidades del tratamiento. 

Le costó conducir su Renault 12 de vuelta a casa. Al punto de que al aparcar en el parking, le dijo a mi madre que se adelantara, que él ya iría subiendo (una calle en cuesta y tres pisos).
Quince minutos después, mi madre alertada por su tardanza, bajo a buscarlo y lo encontró en la escalera, sentado y muy fatigado. Como pudo lo ayudó a subir hasta la vivienda. Se tumbó en el sofá. 
Mi madre me llamó asustada. 
—¿Has llamado a una ambulancia?—le pregunté.
Contestó que no y yo le dije que ya lo hacía yo y que también venía inmediatamente. 
Cerré mi estudio de fotografía y llegué al mismo tiempo que la ambulancia. Los chicos nos dijeron que lamentablemente había muerto.
Mi madre, me explicó que sus últimas palabras fueron un reproche cariñoso:
—No le llames, no molestes el niño—
Ese niño, era yo, que en aquel entonces tenía cuarenta y dos años.

Al día siguiente, me tocó ir al depósito a recoger su cartera, el anillo de matrimonio y una medalla y cadena con la Virgen en una cara y Jesús en la otra. Fue allí, en aquella nave fría y solitaria, donde me despedí de él. Han pasado treinta y dos años y sigue vivo en mi corazón. 


Publicar un comentario

0 Comentarios
Publicar un comentario (0)

En este blog se utilizan cookies exclusivamente, para mejorar la navegación y con finalidades estadísticas. No hay quiebra alguna de la privacidad. + info.

Ok, adelante!