Idealizamos las cosas; lo sé. Y les solemos buscar más significados de los que en sí mismos puedan tener. Son esas ideas que navegan por los ríos tortuosos que serpentean entre barrancos de imaginación y las empinadas laderas del deseo. Pero están ahí y a mí, me han acompañado prácticamente desde la infancia.
Docenas de veces he soñado despierto con ello.
A mí me hubiera gustado nacer en el Japón rural. A principios del siglo XX. En alguna pequeña aldea campesina, ayudando a la familia a cosechar el arroz en la plana y cultivar el té en la montaña.
Hubiera tenido que aprender desde la infancia, el valor del esfuerzo y el precio personal de cada logro. Hubiera caminado kilómetros cada día, para asistir a la escuela y al final de la adolescencia, posiblemente hubiera migrado a la ciudad para estudiar alguna ciencia; posiblemente biología o medicina. Me habría casado con alguna estudiante de la universidad y habríamos formado una familia duradera, feliz y con dos o tres hijos. Muy posiblemente en Hiroshima.
No me cave la menor duda de que estaría afiliado a algún movimiento disidente con la divinidad del emperador, y habría hecho lo imposible por evitar el ejército.
Hubiera sufrido con el ascenso del militarismo y el auge del ultranacionalismo. Sin duda hubiera estado muy preocupado con la invasión de Manchuria y aún peor con los hechos de Pearl-Harbor y la guerra mundial, la llamada guerra del Pacífico. Todos sabemos como se sufre por los hijos.
Pero una luz cegadora y un calor inmenso, apagan para siempre esos sufrimientos, una soleada mañana de un 6 de agosto, después de una calurosa y húmeda noche de verano, desintegrando los cuerpos de los míos y desapareciendo al instante.
Un final contundente para un sueño lúcido.
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